El curanto al hoyo es la muestra más genuina de la gastronomía chilota. Asistir a su preparación es una experiencia vibrante, una punta de un iceberg cultural muy espiritual.

Uno de los aspectos más gratificantes de viajar es el descubrimiento de la gastronomía local, en ocasiones sustentada en prácticas ancestrales. El curanto al hoyo es el plato más emblemático de la cocina tradicional del archipiélago chileno de Chiloé. Es, junto con el preciado ‘loco’, el mayor reclamo gastronómico de muchos restaurantes de la zona, incluso en establecimientos del continente. Su preparación más genuina es todo un acontecimiento social, tan atractivo para el foráneo como las iglesias de madera, otro rasgo distintivo de las islas reconocido como Patrimonio de la Humanidad.

          

A pesar de su proximidad al continente, el archipiélago de Chiloé es un caso aparte en el mosaico cultural chileno. Los avatares de la historia y un terreno complicado por un clima lluvioso e inundable lo mantuvieron prácticamente aislado hasta mediados del siglo XIX. Ello ha favorecido unos marcados rasgos de insularidad y la pervivencia de hábitos y tradiciones singulares o, cuando menos, ilustrativas de un modo de vida en extinción. En la actualidad, quien se acerca por ocio a Chiloé lo hace atraído -además de la visita a las iglesias de madera- por la tremenda diversidad geográfica del archipiélago, siempre verde, pero de grandes contrastes entre la isla grande, que recibe directamente la influencia del Pacífico y las interiores, mucho más menudas y, por lo común, más apartadas de flujos turísticos, que miran hacia la perfilada línea de los Andes, en el continente.

          

Una de estos parajes es la isla de Lemuy, separada de la isla grande de Chiloé por el canal Yal. El paisaje de Lemuy, vocablo proveniente del mapudungun -idioma mapuche- de significado ‘boscoso’, parece menos humanizado que el de la vecina Quinchao, aunque igual de tintado por una amplia paleta de tonos verdosos. Está conformado por suaves colinas, a veces y de forma sorpresiva, bruscamente precipitadas al mar; en otras ocasiones, las desgastadas tierras de la isla tratan de envolverlo de forma más amable, creando amplias bahías donde se alojan pequeñas comunidades. Lo que no falta en ninguna de las perspectivas posibles es el avistamiento de pequeños ranchitos de todos los colores i formas: rojos, amarillos, azules, cuadrados y rectangulares, alargados con estructuras adosadas, con establos a tocar para resguardar el ganado. Otros animales de granja, que son la base alimentaria, como los chanchos, gallinas, corderos, etc.., campan a sus anchas

          

Como en el resto de las islas, todas las carreteras, de ripio o no, acaban frente a una bahía o un acantilado. Pero casi siempre, no sin antes de haber sorteado algún colorido y abigarrado cementerio o apuntar hacia alguna de las famosas iglesias de madera, como la Aldachildo, rústica, sin apenas reformas, preciosa. Al igual que las de Ichuac y Detif, el templo levantado en honor de Jesús Nazareno es también Patrimonio de la Humanidad. A última hora de la tarde, por un ismo de trepidantes pendientes a modo de toboganes llegamos a una especie de paraíso semi perdido, Ancahue. Al final de un camino de ripio, con subidas bastante pronunciadas, buscando un lugar para pernoctar del que tenemos reseñas, alcanzamos una finca fantásticamente situada, el camping mirador Apahuen, cuya linde superior es el borde mismo de un gran acantilado sobre el mar. Las vistas panorámicas son grandiosas, particularmente hacia el este. Los Andes se alzan en el horizonte con una línea irregular de cumbres nevadas. El vértice más prominente corresponde al volcán Michimahuida, nos cuentan. Desde nuestro privilegiado observatorio pueden contarse media docena larga de islas. Entre la bruma que las rodea se alzan difuminadas columnas de humo. Seguramente, su origen es la quema de hojarasca, una práctica extendida en el otoño.

          

Mientras preparamos la cena, recibimos una visita sorpresa. La casera, de aspecto fornido y calada con una gorra de beisbol que no disimula la firmeza de las facciones de la cara, nos invita a un curanto al hoyo, de lo más tradicional, nos asegura. Tendrá lugar al día siguiente, en la misma finca y lo preparará la comunidad con la finalidad de recoger fondos para el tratamiento de Esteban, un niño enfermo que debe tratarse en Santiago. En Chile, al estilo de países anglosajones, la sanidad pública es exigua en sus prestaciones y muchos son los ciudadanos que no pueden tratarse o bien deben recurrir a su comunidad para lograr sufragar los gastos de una operación, por ejemplo.

          

La preparación de un curanto al hoyo (en mapudungun, Kurantu ‘pedregal’) es laboriosa y lleva bastante tiempo, por lo que requiere la participación de varias personas. Es un acto de cohesión social, participativo, que trasciende el aspecto culinario del mismo; todo y admitiendo que es un plato delicioso. La celebración de un curanto al hoyo se reserva para fechas señaladas y actos solidarios como el de Esteban. Su origen es antiquísimo, hallazgos arqueológicos (sitio de Puente Quilo, en la costa septentrional de Chiloé) confirman su existencia hace 6.000 años. Surge de la necesidad de cocinar alimentos y crear fuentes de calor en entornos poco favorables, como Chiloé o la Patagonia. Era practicado por pueblos pescadores, cazadores y recolectores anteriores a los Chonos, pueblo indígena nómada dominante en la zona hasta comienzos del siglo XVIII. Practicas emparentadas se localizan en diversos lugares de la Polinesia (en la Isla de Pascua se llama ‘umu’; en Hawai, ‘kalua’). La Huatia del Altiplano, la Pachamanca peruana o la Barbacoa mexicana observan preparaciones similares de cocción aunque los ingredientes pueden diferir en la tipología de mariscos, carnes y legumbres empleadas.

          

La liturgia de un curanto al hoyo comienza bien temprano, al aire libre, con la excavación de un hoyo en el suelo. En el caso que presenciamos, en torno al medio metro de profundidad por uno y medio de longitud aproximadamente. Se rellena que ramas de lenga o laurel, o leña del lugar y se remata con troncos más gruesos de esas maderas donde se amontonan de forma ordenada piedras, cantos redondos bien limpios. Acto seguido se prende fuego para calentar éstas. El proceso puede llevar un par de horas, quizás algo más. Previamente o de forma paralela, se han buscado las hojas de nalca o pangue que servirán para cocer los alimentos, una especie de olla a presión ‘neolítica’.

          

Paralelamente, otro grupo de personas, habitualmente mujeres, prepara de forma metódica los alimentos a colocar: mariscos -almejas, cholgas, choritos, picorocos o navajuelas, etc-, pescado también, si lo hay, carnes de cerdo y pollo, papas, legumbres, cebollas ocasionalmente. Tampoco faltan los milcaos, especie de tortas o bollos hechos con variedades de papas nativas previamente molidas o rayadas, y los chapaletes, amalgama de papas cocidas con harina de trigo.

          

Cuando los cantos están como se dice vulgarmente al rojo vivo y una vez retirados los restos de leña que pudiera haber, comienza la tarea de colocar los alimentos. El proceso tiene su complejidad dada la variedad y punto de cocción distinto de los ingredientes. Y debe ser breve, no puede durar más de 5 ó 6 minutos pues las piedras se enfriarían. Cuando se da la orden, comienza una labor que exige una rapidez y una coordinación de todo el grupo que no imaginas. La concentración y celeridad con que actúan hombres y mujeres resulta increíble; casi en silencio, con instrucciones de los más veteranos y movimientos precisos. El espectáculo resulta vibrante. Son 5 ó 6 minutos frenéticos donde se juega con la suerte los comensales, una treintena larga están apuntados … y la finalidad perseguida, ayudar a Esteban.

Algunos niños también participan ayudando a acercar las hojas de nalca; otros juegan y conversan con ánimo y asombrosas dosis de imaginación recreando situaciones e historietas fantásticas de buenos y villanos blandiendo las grandes hojas de pangue que ya firmarían los guionistas de la factoría Marvel.

          

Los alimentos se disponen por capas, de mayor a menor resistencia al calor. Primero van los mariscos, con los picorocos en primera línea de fuego y las almejas después. Se cubren con una capa de hojas de nalca y encima se disponen las viandas, primero las de cerdo, costillar, longanizas, etc, luego los trutros de pollo. Otra capa de hojas de nalca…

          

El enorme calor que desprenden las piedras hace su efecto y antes de que se cubran el pescado -si lo hubiere- y las papas y sus derivados milcaos con sendas capas de pangue, el vapor emana con fuerza, envolviendo a actores y espectadores. Las figuras surgen y desaparecen caprichosamente, pero el grupo de trabajo es inmune al sofoco de las piedras, prosiguiendo su labor contra reloj, disponiendo de manera metódica las últimas hojas de nalca que taparán y sellarán todo el montículo creado hasta crear el efecto de una olla a presión.

          

Una hora después, máximo, se habrá culminado la cocción y empezará el destape. Hay expectación por ver el resultado, sobre todo en los visitantes, nosotros incluidos, que estiramos el cuello lo indecible para ver el resultado. De forma delicada, las mujeres van retirando las hojas de nalca y van disponiendo los alimentos que aparecen a la vista en bandejas listos para ser servidos, cubiertos para preservar su temperatura.

          

A la señal del encargado, el personal va acercándose a recoger la comida, servida en grandes cuencos, igualitarios para todos. Se crean corros, los más mayores no dejan las mesas; otros marchan unos metros pradería abajo, sentándose de cara al mar. Nosotros les acompañamos con los platos aún humeantes; para entonces hemos dejado de ser unos completos forasteros… las conversaciones se alargan hasta el crepúsculo sin pausa. Ha sido una jornada extraordinaria. Ser testigos y partícipes de esta práctica milenaria no es frecuente para un extranjero; casi siempre es fruto de la casualidad… y posible por la enorme hospitalidad del chilota.. M. Durán; Ch. Huete

          

Notas.-

1) Hay otra variante más sencilla de preparación, llamada curanto a la olla. Habitualmente es la que sirve en restaurants; el caldo resultante de la cocción se dispone junto al plato principal de marisco, carne y legumbres.

2) El curanto se ha extendido más allá del archipiélago y es frecuente encontrarlo en los menús de restaurants de la zona de Puerto Montt y la Patagonia chilena. Para quienes inicien la Carretera Austral, sepan que en la localidad de Chaiten, `La Cocinería Costumbrista’ suele ofrecer un curanto delicioso.

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